Fue una noche larga y corta a la vez, fría y ardiente al mismo tiempo, dulce y acompasada como ninguna otra. Me regalaste besos y caricias insospechadas, abrazos inconfundibles e interminables. Me enseñaste que en una noche pude conocerte más que en muchísimos días y que aún nos queda mucho por darnos. Prometimos que el juego se quedaría en esa noche maravillosa, fue un lapsus y lo afirmo aún después de todo lo ocurrido, ya que, a pesar de ser extraño, no he acabado enamorada de ti, simplemente necesitando tus abrazos como los de cualquier otro amigo. Me hiciste brillar con tu tierna sonrisa, y con tus encantos de niño bueno, cosa que en realidad no es del todo cierta. Yo misma no creía, en ese sofá y tapados hasta arriba, que estuvieras intentando besarme. Al amanecer me regalaste un último beso en los labios. Siete de la mañana, una cama pequeña y la sábana tan fina que helaba. Ese último beso que aún recuerdo y que, estoy segura, no se volverá a repetir. Hay momentos en los que me arrepiento de la situación en la que nos encontramos, pero a pesar de saber que quizás la culpa sea mía, vuelvo a pensar en que mi decepción era inevitable, incluso sin saber el por qué de esa decepción. Dice el refrán que un clavo saca a otro clavo, pero eres, indiscutiblemente, único e irremplazable, para mi y para todo aquel que te rodee. Eres tan especial que a pesar del distanciamiento de pocos centímetros (sí, te veo más lejos que nunca de mi) me haces volar. Te quiero, y eso ni el orgullo ni nada podrá cambiarlo.
Eso suena bien.
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